viernes, marzo 18, 2011

Una bella y delicada flor

La flor del cerezo es un símbolo muy importante para la cultura japonesa, representa los cambios que se dan en la naturaleza y lo efímero y transitorio de la existencia.

Tras una hora de surfing sale remando de Peñarrubia pensando en lo que ha oído antes en la radio: en las poblaciones cercanas a la central de Fukushima han evacuado a todo el mundo y nadie, en medio del caos, sabe a ciencia cierta qué es lo que está pasando, hasta dónde ha llegado la radiación y qué efectos puede tener a medio o largo plazo. Pisa los guijarros de la playa. Hasta hace unos días estaba convencido de que la energía nuclear era menos contaminante que la que producen los hidrocarburos, que sus residuos no se lanzaban a la atmosfera de manera indiscriminada. Ahora ya no sabe qué pensar. Piensa en el peligro de las radiaciones y en sus consecuencias, mucho más graves, cree él, que el efecto invernadero. Piensa en ese pueblo que le resulta tan atractivo, que respeta las tradiciones, que respeta la naturaleza, un pueblo espartano y recio, de samuráis, un pueblo que hasta hace 150 años tenía casas de madera y tabiques de papel porque la tierra sobre la que vivían temblaba habitualmente. Ríe al pensar en una central nuclear de papel y en lo arrogante que es el ser humano, que es la civilización occidental, esta civilización que cree que puede domesticar con la tecnología a la naturaleza. Esta civilización que Japón abrazó, sin digerir del todo, para convertirse en la segunda potencia mundial durante muchos años gracias a su capacidad de trabajo y entrega... Tokio era, ya no sabe si lo es, una ciudad futurista. Un contraste de ruido y silencio.

Hace unos días le mandó un mail a su amigo Iroki. Lo conoció en Sheffield, cuando estuvo de Erasmus. Él era ruido y silencio. Recuerda cuando llegó a la residencia de estudiantes: era el ser más tímido que había visto nunca. Y recuerda como, al mes, era el más fiestero y salvaje. Una semana antes de volver a Japón, regaló sus botas Dr. Marteens, se cortó el pelo y se fue con su maleta y su gabardina de Prada, ordenado y pulcro como había llegado. Iroki le dijo el sábado pasado, en su mail de respuesta, que estaba bien, que en Hokaido, donde él vivía, casi no había tenido consecuencias el seísmo.

Se fija en el argayo del acantilado antes de ascender al aparcamiento. Se imagina una central nuclear allí arriba. Tarde o temprano se acabaría cayendo.
Tras el ascenso por la empinada escalera, fatigado, se vuelve para ver romper las olas. Hoy volverá a escribir a Iroki. Ojalá esté bien.

Ojalá tengamos presente la flor del cerezo.

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