Teclea nerviosa y lee. Mueve el ratón hacia arriba y hacia abajo. Se concentra e intenta comprender. Se concentra mucho. Mucho más de lo que se concentra en su trabajo. Tras un minuto empantallada, se levanta la camiseta y mira su costado. Vuelve a mirar la pantalla y se mira el abdomen. Minimiza el navegador y se levanta. Va al baño y se mira en el espejo retorciéndose bien para poder ver el reflejo de su espalda. Levanta el brazo izquierdo y se pasa la mano derecha suavemente desde la cadera hasta la axila. “Sí, está áspero, rugoso… Va a ser eso” se dice a sí misma en voz baja. Su marido le pregunta desde el salón que qué hace. “¡Nada!” contesta ella tajante. Vuelve al ordenador y teclea de nuevo. El buscador la lleva a otra página. Aparecen un montón de fotos en el monitor. Fotos desagradables: pieles dañadas, enfermas, pústulas moradas. “Lo mío no está tan mal” piensa ella, “esto descartado”.
Tras media hora en silencio, roto solo por esporádicos tecleos y movimientos del ratón, tras haber visitado unas diez páginas de contenidos médicos y pseudo médicos, se va a la sala de estar y se sienta junto a su marido. Se queda callada y mira la tele, pero no la ve. Él le hace comentarios relativos al programa de viajes que tienen puesto. Ella contesta ausente. Él no dice nada. Se toca por encima de la camiseta el costado, la cadera. En su cabeza tiene las fotos de hace un rato y piensa en palabras que hasta hace media hora le eran desconocidas: “sarcoma de Kaposi”, “carcinomas de células escamosas o de células basales”, “micosis fungoide”… Se hace una lista metal de síntomas. Estos sí. Estos no.
Su marido se levanta y suspira. Ella no lo oye. Él le pregunta si quiere que le traiga algo de la cocina. “No creo” contesta ella con la mirada perdida. Él vuelve a suspirar y menea la cabeza. Cuando vuelve con una infusión al salón ella no está. Él deja la taza y se va al ordenador. Allí está sentada. Él se acerca a la CPU, se agacha y la apaga. “¡¿Qué haces?!” dice ella sorprendida, como si la hubiera sacado de un trance. Él la abraza la cabeza y le dice: “Eso es un sarpullido que se te quitará en dos días. De todas formas, mañana vas al médico y que te lo diga él para que te quedes tranquila. Pero ahora basta ya de Internet. E
El saber más no va a hacer que se te quite”. Se rinde ante sí misma. Sabe que ella es su peor enfermedad. Él la conoce desde hace mucho tiempo y conoce sus fantasmas, pero ahora, con Internet, los fantasmas que antes engordaban geométricamente, ahora lo hacen exponencialmente. Cada X tiempo tiene en su cuerpo una nueva enfermedad que, afortunadamente, nunca es nada; pero hay una en su cabeza que la hace sufrir como si lo fuesen.
jueves, marzo 31, 2011
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