Cuando ya llevaba tres párrafos un nudo se había hecho fuerte en su garganta y varias lágrimas humedecieron las hojas del periódico. No era especialmente sensible ni empático, pero el leer sobre los 33 mineros chilenos atrapados a 700 metros de profundidad le produjo una congoja extraña en él. Olvidó de pronto su habitual cita con la playa y se oscureció la luz que inundaba el suelo de su salón. Esas palabras leídas le hicieron volver a escuchar a su abuelo, fallecido ya hace un año. En cientos de ocasiones le había oído contar historias similares: la de sus años en la mina, cuando aún vivía en Figaredo. Aquel había sido el material con el que había llenado muchas conversaciones. Tantas, que a él a veces le cansaba escucharle: “Ya estamos con las batallitas del abuelo”, decía mientras su madre enarcaba una ceja. Y ahora se daba cuenta de que las echaba de menos. Suponía que, de estar aún entre ellos, esta noticia del Cono Sur le hubiera tenido 24 horas hablando del tema. Hablando del calor y del sufrimiento que supone la ausencia de luz. De lo difícil que es estar allí abajo sin certeza de futuro, pensando que ese entierro será ya el definitivo. Él había estado unas horas atrapado con un compañero en una galería cuando apenas tenía 20 años y después había colaborado en muchos rescates. El que más relataba, más incluso que el derrabe que le tuvo a él sin moverse durante 7 horas, era uno de 1960 en el que murió un compañero, un amigo, y en el que consiguieron sacar a otros tres, tras varios días sin noticias de ellos. Lo contaba con gran profusión de detalles…, y siempre emocionado. Quizá por eso él se emocionaba ahora sobre el periódico, con su imaginación en una mina de Atacama que para él ahora era como el pozo Santa Bárbara, del que tanto había oído.
Si su padre no hubiese venido a trabajar a Ensidesa tras casarse con su madre, si se hubiesen quedado en Figaredo, si él, en vez de nacer en el Llano, hubiese nacido en la Cuenca, quizá él hubiese sido minero también, en vez de estar estudiando Filología en Oviedo. Por eso lloraba ahora, llevaba la mina en los genes, en esos genes que pasan de boca a oreja en las sobremesas, de abuelo a nieto. Y deseaba que el rescate se acortase y deseaba saber más sobre qué dificultades técnicas tenía la perforación, sobre qué les estaban diciendo los sicólogos, sobre qué les decían sus familiares. Su abuelo, que no entendía muy bien para qué servía estudiar Literatura, siempre le decía que tenía que escribir un libro sobre las historias de la mina que él le contaba, pero él nunca se había visto como Zola. Ahora esperaba que rescatasen pronto a los 33, a ver si de entre ellos también emergía su abuelo para contarle más “batallitas”.
jueves, agosto 26, 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Me gusta como escribes.
¿Cuántos meses?
Con suerte, talvez salgan para navidad.
Tal vez vivos en la navidad.
Pero ¿seguirá siendo la superficie el hogar que recordaban?
Publicar un comentario