Muchos son los que “corren” sus preocupaciones por el Muro.
Hay sufrimientos que traen placer. Y esta no es la frase de un masoquista. Es la explicación de por qué algunas personas se castigan corriendo.
En estas fechas en las que estamos casi obligados a lucir piel y carne en bañador, algunos lo hacen satisfechos y otros resignados. Es la tiranía de la imagen. Los hay que se ven bien independientemente de sus lorzas y los hay que sufren por no tener la imagen que consideran adecuada. Algunos corren todo el año para parecerse en verano a quien quieren ser. Pero hay otros, oigan, ¡que corren porque disfrutan!
Hace poco, Murakami, el escritor japonés, sacó un libro titulado “De qué hablo cuando hablo de correr”; en él intenta acercar las sensaciones de tan absurda actividad a aquellos que no le encuentran ninguna explicación. He de decir que él participa habitualmente en carreras de largo recorrido. Podríamos decir que es un freak del correr de alto nivel. Pero cerca de ustedes hay muchos como él. El vecino que menos se esperan puede acabar corriendo una maratón. Y todos empiezan poco a poco.
Él es uno de ellos. Él no tiene nombre. Él es tantos y tantas que disfrutan del Muro en invierno y verano. Él, ellos, los corredores, se calzan sus zapatillas y sus ligeras prendas deportivas, se colocan los cascos y se ponen a correr y a pensar. Porque correr es una actividad tremendamente intelectual. Tremendamente solitaria. Los no corredores no saben lo que uno es capaz de pensar para huir del sufrimiento propio de la carrera. Correr es vencer los pensamientos de parar de correr, y para hacerlo, se piensa en un sinfín de cosas.
Él sale de casa cinco días a la semana para subir hasta el parque de la Providencia y bajar (unos 12 kilómetros). En el ascensor -paradojas de la vida moderna-, estira ligeramente y pone la lista del iPod “Correr” en modo aleatorio. Cuando pisa la calle ya está trotando y en San Pedro, sin parar, mira hasta el otro lado de la playa y comienza su ritual. Estos días siempre hay gente paseando y echa de menos correr iluminado por las farolas, acompañado solo por perros que hacen caminar a sus dueños. Ahora zigzaguea para avanzar entre los turistas en este largo atardecer de agosto.
Va dejando escaleras atrás y casi sin darse cuenta está ya en el camping. La música le empuja. Pasa alguna canción porque le rompe el ritmo. Hoy está motivado. Hay días que le cuesta más y se arrastra, hoy no. Comienzan las cuestas. Los cuádriceps y los gemelos le queman. Quiere hacer un buen tiempo, quiere bajar de los 55 minutos. Mira el reloj al llegar al parking de Peñarrubia. Sube las cuestas y las escaleras argayadas que conducen al parque. Ya suda como un perro. Llega a su destino y da la vuelta sin dilación. Vuelve a mirar el reloj. No va bien. Se concentra en correr. Ya no piensa en nada, ni disfruta de la impresionante vista del Musel. Llega a la Lloca y pasa las chaponas, ahora está cansado y se nota empapado. Las piernas le pesan y al pasar por la 14 ni se le ocurre bajar a la arena, como hace algunas veces. Quiere bajar de los 55 y va fastidiado. Mira San Pedro, lo ve muy lejos. Piensa en aflojar. “¡Qué va! Hay que sufrir un poco más”. Y con una mezcla entre dolor físico y placer psíquico se esfuerza por superar su gratuito reto.
Un reto que cambia con cada corredor pero que es inherente al acto de correr. Beto, en la foto, se pone el suyo cada día antes de empezar a trotar.
martes, agosto 02, 2011
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