“Este quiero, mamá, este.” El niño señala con el dedo la foto de un avión de Playmobil en el catálogo de juguetes mientras le mete la manoseada publicación publicitaria por los ojos. Ella asiente.
Aún tienen la maleta tirada en la habitación. Sacó la ropa limpia y doblada y la volvió a colocar en el armario. Su marido no la ha querido subir aún al trastero y está allí como un mal recuerdo. Él ya no habla del tema, pero la maleta sigue ahí. Cuando dan alguna noticia relacionada con el tema, él cambia de canal. Pero ella quiere saber. Necesita saber qué va a pasar con los responsables de que el viaje para el que estuvieron ahorrando años, ese mismo que postergaron esperando a que el niño creciese un poco, se hubiese truncado.
Y ella no podía perdonarlos. En su casa de la avenida de Llano, en su salón, junto a la tele, el póster de la película Manhattan de Woody Allen le susurraba también lo que iba a ser y no fue.
Quería ser comprensiva, pero había estado muchas horas esperando, nerviosa, con la maleta a cuestas y el niño llorando, percibiendo la tensión en sus padres. Horas sin tener noticias certeras de qué iba a pasar, de si volarían no.
El viaje en coche a Madrid fue una fiesta, se imaginaba caminando por las calles del Soho, tomando cafés en vasos de cartón como había visto a hacer en tantos capítulos a las chicas de Sexo en Nueva York. Nunca había estado en América, su marido tampoco. Y condujeron los tres contentos hasta Madrid. Su vuelo fue uno de los primero en cancelarse. No les dijeron si volarían o no hasta pasadas siete horas. Y toda la emoción del Gijón-Madrid se convirtió, en Barajas, en incredulidad, enfado, frustración. Y después, en pena e indignación. Condujeron en silencio de vuelta a Asturias. Cansados, derrotados…
Ahora mientras el niño miraba fotos de juguetes, ella veía las noticias. El fiscal general del Estado solicitaba penas de cárcel por sedición. Ella no sabía lo que era la sedición y no sabía si ir a la cárcel era demasiado. Pero tampoco sabía qué era lo que pedían exactamente los controladores. Le parecía una pasta lo que cobraban. Su sueldo como enfermera era la envidia de sus amigas, y no llegaba a los 24.000 euros al año. Así que cuando oía los sueldos de los controladores no podía creer que fuese cierto que se quejasen por eso.
Su marido se sentó a su lado en el sofá. “¿Ya estás viendo a estos?” dijo. Ella se encogió de hombros y rió. “Que te diga tu hijo lo que pide a los Reyes…” El niño se levantó del suelo y le mostró el avión. “¿Ahora qué quieres, ser piloto?” Y el niño contestó “Nooo, controlador.”
jueves, diciembre 09, 2010
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