Los jóvenes no deberían morir. Cuando lo hacen, nos rompemos la cabeza por intentar comprender con más fuerza si cabe. Siempre intentamos comprender la muerte, comprender el final de este juego, de esta fábula llena de ruido y furia. Sea quien sea el fenecido, queremos buscar un porqué. Y lo aceptamos de los ancianos, porque la experiencia nos dice que aquí no se queda nadie, y porque vemos el paso del tiempo en los cuerpos, cómo opera el oxígeno, oxidándonos, desgastándonos cada vez que respiramos. Pero aún sabiéndolo inevitable, nos preguntamos el porqué. Como si encontrando la razón nos consolásemos. Más que aceptar buscamos entender, y solo cuando nos damos cuenta de que entender no es posible, aceptamos.
Pero cuando muere un joven, la experiencia, la lógica, lo que suele pasar habitualmente se altera, y se nos cortocircuita la comprensión. Y, cada vez más, en este primer mundo de responsabilidades civiles y medicaciones eficaces y garantías de seguridad, nos deja mudos la muerte de un niño. Y es trágica porque parece una película terminada en medio de la introducción, o del nudo, muy lejana, desde luego, del desenlace. Y, educados en la ficción como estamos, concebimos la vida de forma narrativa, y perdemos de vista que el único argumento es vivir sin saber. Como mucho teniendo fe, pero sin certezas.
Anteayer, una canasta cayó fatalmente sobre un niño en un colegio de Valencia y hoy las autoridades han cerrado las canchas escolares de la Comunidad Valenciana para revisar el estado de las instalaciones. Su familia y amigos estarán desolados. Los accidentes, como he dicho arriba, nos cortocircuitan, añadiendo más dolor al dolor de la propia pérdida de un ser querido. Pero en el colegio de al lado unos chicos botan una pelota sin poder entrar en la cancha donde juegan a diario. Está cerrada, y uno de ellos no lo entiende. Ayer, al conocer la noticia, pensó en la mala suerte de ese chico, pensó que podía haberle pasado a él. Recordaba cuando un día se le cayó encima una portería de futbito de la que estaba colgado. Le hizo un gran chichón. Lo del chico de ayer había sido muy mala suerte. Por eso no entendía cómo es que no les dejaban jugar hoy.
La mala suerte existe, la mierda existe, y nunca hay garantías de llegar hasta mañana, porque vivir, mata. Una canasta te mata de golpe, igual que un resbalón o una teja en un día de viento. Y qué decir de un viaje en coche. Es más, cada vez que respiramos nos acercamos más al hoyo. Así que lo mejor es respirar hondo y, ya que aquí no se queda nadie, vivir con ganas y sin miedo.
jueves, noviembre 25, 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
3 comentarios:
Carpe Diem; esto son dos días y uno de ellos lo pasamos durmiendo... vale más disfrutar cada momento y apreciar la belleza que nos rodea, casi siempre hay algo que merece la pena (aunque a veces cuesta verlo)
"Estamos en la Tierra 4 días y el cielo no me ofrece garantías"
Muy buen post, me ha encantado
Muy buena entrada.
El último párrafo te deja un regustillo muy bueno.
Una cosa está clara, hay que saber vivir con garra, pero... ¿cuando el dique se hunde, cómo consigues no ahogarte? a veces,resistir a la tentación de darte por vencido cuesta mucho más.
Un saludo.
Publicar un comentario