Dar la cara es lo que tiene. A veces te la parten. Y cada dos o tres años hay que sacar el betadine o la mercromina, las tiritas y los antiinflamatorios para paliar los daños. Porque los daños llegan, irremediablemente. El oponente es feroz y no descansa, y todas las precauciones que tomamos son pasivas e ineficaces. No hay defensa preventiva que valga contra el Cantábrico enojado, alentado por su amigo el viento y acompañado de la lluvia, insolente y picotera.
Llega firme su empuje para recordarnos que somos pequeños y débiles. Que a pesar de nuestra avanzada ingeniería dedicada a construir súper diques y a prever tormentas, somos seres efímeros, pequeños e insignificantes, detrás del cemento y todos los satélites. Llama a nuestra puerta para decirnos que no sólo en países remotos y poco desarrollados la naturaleza gana los pulsos. Y nosotros, dentro de casa, con la calefacción y las ventanas de doble cristal, oímos la tormenta y nos sobrecogemos. Muy dignos eso sí, con la falsa tranquilidad que nos da el progreso, pero sabiéndonos, en el fondo, seres de barro.
Él está acostumbrado a medirse con la fuerza de la naturaleza. La conoce bien, ha hecho de esa actividad costumbre…, y le ha dado algún susto. Las olas son un desafío diario: Rodiles, España, Conejos, el Mongol… Olas grandes: metrazos, dos metrazos gordos…, a veces incluso más. Y en ocasiones, surfeando fluido, se cree que camina sobre las aguas, que está por encima del poder del mar, maravillándose de su pericia; y en otras, las olas le mantienen durante segundos, eternos, bajo el agua, y sale a la superficie agradecido de poder seguir respirando. Alguna vez incluso rezando.
Por eso, el martes pasado salió a contemplar el poder del Cantábrico. Condujo su furgoneta por la tarde, hasta la glorieta del Sanatorio Marítimo y, aparcado allí, vio a esas moles saladas, con sus inmensas crestas blancas, invadir la bahía de San Lorenzo. Era día para estar en tierra, porque la mar espantaba hasta a los suicidas. Desde dentro de la furgoneta percibía cómo se le encogía el alma ante el espectáculo. Se le encogía para después hacérsele más grande. Como el perro que encuentra su lugar en la manada y sólo entonces se encuentra cómodo: el hombre detrás, del mar. Nosotros nos vamos, el mar se queda. El orden está claro.
Al día siguiente, pasó por su “oficina”, la escalera 10, lugar de reunión, foro surfístico y comprobó que la galerna del día anterior había obligado al Ayuntamiento a sacar la tiritas. Tenían la “oficina” manga por hombro: bancos arrancados, farolas dobladas. Y él, al verlo, sonrió recordando su lugar en el cosmos.
jueves, noviembre 11, 2010
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1 comentario:
Como siempre, en ese difícil equilibrio entre la anécdota, el suceso particular y puntual, y la reflexión profunda de la vida, de lo eterno y universal. Muy bueno.
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