Espero en Barajas un avión que me regrese a Asturias. Es tarde y me han desembarcado. Cuando ya estaba sentado en mi asiento de pasillo y había terminado de ojear la revista de Iberia y comenzaba a agobiarme con el calor seco que se respira en los aviones, una voz de azafata ha recitado por ese teléfono-micrófono que tienen que sufríamos una avería. La gente se ha puesto nerviosa…, a mí me ha dado rabia. Odio esperar sentado en los aviones. Esos momentos antes del despegue se me hacen eternos.
Ahora espero en la terminal a que nos suban a otro avión, a uno que no esté averiado. Mi vuelo debería haber salido a las nueve. Son las doce y sigo aquí –prefiero viajar en coche, aunque sé que no debería: son más peligrosos. He comido un bocata de jamón –muy duro: el jamón y el pan- y una chocolatina milkibar de, he calculado, unas 250 calorías –hoy parezco Bridget Jones. Tengo calor y ganas de llegar a casa.
Hay un niño gordito que viaja solo. Está sentado en la sala-pasillo de espera frente a mí. Tendrá unos diez u once años. Lleva colgada su tarjeta de embarque del cuello, metida en una funda transparente de plástico. Pobre. Está muy tranquilo, comiéndose un bocadillo que llevaba envuelto en papel albal dentro de una bolsa de la Fnac. Se ha sacado de una de las maquinas de botes uno de Cocacola sin cafeína. Se le ve “viajado”, con sus diez u once años. Quizás es la pachorra que trasmiten los niños gorditos, o quizás es el contraste con las tres señoras de 50 años que hay a su lado que no paran de quejarse por la demora.
martes, febrero 08, 2005
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario